viernes, noviembre 09, 2007

TIEMPO DE LLUVIA
La cortina de agua menuda no deja ver ni El Malvís.
Mansa, silenciosa, inacabable, la lluvia ha tendido ya desde hace unos días su manto sobre la Villa para recordarnos que ha llegado su tiempo, que ella es la reina y señora de Noviembre.
Lejos quedan ya los últimos días de sol de octubre, los últimos para marchar por la antigua carretera a Toral en busca de membrillos, por el Camino de la Virgen a la caza de los últimos aceroles o Camino de San Fíz para disfrutar de las castañas y los magostos que marcaban un tiempo nuevo, el tiempo de la lluvia.
La festividad de Todos los Santos era la frontera que marcaba un antes y un después. Hasta esa fecha los días eran más largos y soleados; por tanto, todavía propicios para alguna correría cuando el colegio lo permitía. Sin embargo, tras el día para honrar a los difuntos, la vida de la Villa se concentraba, casi única y exclusivamente, entre el Castillo y la Kábila, entre La Pedrera y la fuente de Cubero.

Días y días bajo una lluvia que volvía todo gris, días de aprendizaje escolar que sólo eran rotos por los juegos “de la temporada”. Las largas partidas a “la billarda” o “las bolas” habían quedaban ya aparcadas para mejor época. Con la tierra húmeda, las puntas grandes de la Ferretería de Serafín se convertían en el objeto más apreciado para jugar al “cometerrenos” o “las islas”. Serafín proporcionaba también otra de las distracciones más usadas en los otoños de los años 60: las “peonzas”; un pasatiempo que algunos de mis amigos eran capaces de “bailar” en las posiciones más inverosímiles, recortarlas con la cuerda o mantenerlas en la mano girando sinfín.

Tiempos de acunadora monotonía, sólo rotos por la fiesta del domingo. Ese día se convertía siempre en una bocanada de aire fresco, era un punto y aparte para afrontar una nueva y larga semana. Acunado entre las cálidas sábanas, oía pasar a “Litri” canturreando su magnífica mercancía:

"Hayyy churrriiitos calentitos que queman”.

Era la señal: en la cocina esperaba un suculento tazón de chocolate para acompañarlos. Después de la misa en La Colegiata y tras unas partidas al “cometerrenos”, vuelta para casa con la esperanza de que la buena de Emérita hubiese conseguido en la pescadería de “Balixa otro ansiado botín: un cucurucho de papel de estraza conteniendo un kilo de berberechos, que me sabían a gloria después de pasar por la plancha de la cocina económica. Tras la comida (casi siempre un magnífico y dominguero arroz con pollo), llegaba la hora del cine (sesión de la tres y media), las patatas de Pepe “Pixeta”, una docena de caramelos de malvavisco en Confitería Ledo y los habituales juegos bajo los soportales de la Plaza: “A la una anda la mula…”, “El Pañuelo” y las carreras de chapas o, si la lluvia lo permitía, una partida de chapas en los desaparecidos bancos de piedra.
Siempre lo mismo, pero siempre diferente. Siempre gratificante hasta que alguien, al filo de las ocho y media de la tarde, decía la fatídica frase:

Aquí ha caído una brasa…Cada uno pa´ su casa”.

Era la señal sin retorno. Como un reo camino del cadalso, marchaba bajo la lluvia hacia mi casa con el único consuelo de que galopasen los días lo más pronto posible y me dejasen cuanto antes en puertas de un nuevo fin de semana.

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