El Verano daba sus últimos coletazos. Acabadas las Fiestas del Cristo, la “morriña” del Otoño va instalándose lentamente en la Villa. En El Jardín, los enormes negrillos que lo circundan (hoy desgraciadamente desparecidos por el mal de la grafiosis) comenzaban a desvestirse. Faltaban sólo unas semanas para que las hojas acumuladas en el suelo se convirtieran en enormes montoneras que los rapaces aprovechábamos para jugar ante la desesperación del señor Antonio, el jardinero... Por cierto que más de uno, entre ellos el que esto escribe, se llevó un buen tirón de orejas por desmontar los montones de hojas pacientemente recogidas por Antonio con escobas de "palo y xesta".
Para mí, esta época era el comienzo de un trauma que no acabaría hasta junio del año siguiente: se iniciaba el curso en el Colegio de la Divina Pastora y yo vivía encadenado a esa tortura. Desde párvulos hasta que, afortunadamente, mis padres decidieron sacarme de ese colegio ante la negativa de las monjas para prepararme para el examen de “ingreso” en bachillerato, viví unos años de auténtica pesadilla. Me despertaba sobresaltado de madrugada sólo pensando en la encargada de mi educación. Una magnífica pedagoga que, entre sopapo y sopapo, me repetía una y mil veces lo burro e indocumentado que era. Esta “visionaria” con toga y mala leche se llamaba Sor Eufemia.
-¡¡¡ Burro ¡¡¡ ... ¡¡¡ Eres un burro ¡¡¡... me repetía sin cesar esta cariñosa monja que, por cierto, se deshacía en elogios y cuidados hacia los vástagos de las familias más pudientes o influyentes de la Villa.
Junto a mis amigos Pepén y Vicente, la tal Sor Eufemia no dejaba pasar día que no me dejase en clase castigado (muchas veces sin comer), de rodillas en un rincón o mofándose en público de lo supuestamente imbécil que era el hijo pequeño de Lisardo.
Todavía perduran en mi recuerdo las lágrimas derramadas por mi madre en la Alameda camino de casa, con la delicada mano derecha de Emérita agarrada a la mía, después de un encuentro con esta monja en el que desdeñosamente le dijo a mi madre que lo mejor era sacarme del colegio y ponerme a hacer recados en la sastrería... “Recados, ¿eh?, porque tu hijo pequeño –le dijo a mi madre- será incapaz de aprender siquiera a cortar un pantalón”.
Conocéis ya de sobra, por anteriores escritos, mi afición innata a los dulces. Por lo que se refiere a la fruta, hay una en mis preferencias que destaca con mucho sobre todas las demás: los aceroles, y entre ellos, más los amarillos que los rojos. Este fruto proliferaba por doquier en los años 60: el Camino de la Virgen, las Vegas, en Vilela y Horta, en Corullón y el Camino de los Colmenares, este árbol complacía mi gusto con una fruta exquisita, ahora prácticamente ya desaparecida de nuestro paisaje y que, sin embargo, por aquél entonces todavía vendían en el mercado las fruteras Refugio e Inés.
Un día en el que la mencionada monja-alférez me dedicó un trato “especial” llegué a casa tan desesperado que estaba dispuesto a todo. Lo primero que vi en la cocina fue una hermosa cesta llena de aceroles que nos había traído mi tía Nieves de San Fíz. Ni corto ni perezoso, cogí la cesta, la saqué al corredor y me puse a zampar como un poseso todos los delicados frutos. El objetivo era doble: ponerme malo para huir de la tortura colegial y, a la vez, hartarme de la fruta que más me gustaba.
Cumplí el doble objetivo. Me quedé en la cama después de una visita del médico Don Jesús Témez ante tamaña diarrea y, a la vez, me harté de aceroles... pero parece que no lo suficiente... porque... ¡¡¡ me siguen gustando tanto o más que de pequeño ¡¡¡.
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