BALADA DE OTOÑO.
Llueve,
detrás de los cristales, llueve y llueve
sobre los chopos medio deshojados,
sobre los pardos tejados,
sobre los campos,
llueve.
Pintaron de gris el cielo
y el suelo se fue abrigando con hojas,
se fue vistiendo de otoño.
La tarde que se adormece parece un niño que el viento mece
con su balada en otoño.
Agostado ya el verano y con la vendimia recién terminada, la villa en la década de los 60 entraba ya en un letargo casi invernal. Lejos quedaban los jolgoriosos días del verano: las fiestas de San Fíz, Vilela, Viaríz y Villafranca; las interminables vueltas en bicicleta y juegos en la Plazoleta de Don Pío; las excursiones, con merienda incluida, hasta “Peñarrachada” o “La burra de Pelao”; las “propinas-saqueos” a familiares y amigos de casa... En definitiva: la vida volvía a la rutina.
El espantoso colegio campaba de nuevo a sus anchas. Volvían los madrugones a las nueve. Refunfuñando un día sí y al siguiente también, mi madre me “sacaba” de la cama como buenamente podía. Ante una humeante taza de leche migada con pan, soñaba con las cinco de la tarde: la hora de salir de clase.
Con la cartera recién estrenada, bajaba las escaleras de casa gritando enfurecido un contundente “No voy al colegio”... mientras encaminaba mis pasos, cual res al matadero, hacia la “Divina Pastora”... Allí, con el paréntesis de la comida, transcurría una jornada que yo calibraba como de mucho rezo y escaso aprovechamiento.
No he sido, ya lo he contado alguna vez, un modelo de buen estudiante... vamos, más bien habría que decir, lisa y llanamente,... un mal alumno. Los castigos dejaron de hacer mella en mi ánimo más pronto que tarde... (junto a mi amigo y colega “Pepén” fuimos, por ejemplo, castigados sistemáticamente todos los días durante un curso entero).
Por eso, concentraba todas mis energías en aquello que me gustaba.
Y ¿qué me gustaba del otoño?.
Pues era feliz cuando mi madre traía los domingos, de la pescadería de Balixa, un cucurucho de papel de estraza lleno de berberechos que hacíamos en la chapa de la cocina económica; los cocidos de los domingos; los tazones de “leite mazada con mamucas”; los racimos de uvas que mi madre intentaba conservar hasta navidades (a veces con escaso éxito debido al “depredador”); los caramelos de “malvavisco” comprados en las confiterías de Ledo o Beberide y los cucuruchos de patatas fritas de Pepe “Pájaro”, los chicles “Bazooka” de Inés y... sobre todo, tres frutas: los aceroles, las granadas y los membrillos.
Los juegos en la calle se reducían de forma drástica: sólo antes de comer o en el recreo (cuando no quedaba castigado) había la posibilidad de "tirar la peonza”, un mano a mano al “cometerrenos” o “las islas”(dos puntas largas en la Ferretería de Serafín, dos reales), alguna que otra partida al “guá” y, entre las siete y las ocho de la tarde, juntarme con los amigos en los soportales de la plaza, para jugar al “burro” o “la una anda la mula...” Todo ello, presidido por la lluvia, sempiterna compañera de aquellos otoños de mi infancia...
Llueve,
detrás de los cristales, llueve y llueve
sobre los chopos medio deshojados,
sobre los pardos tejados sobre los campos,
llueve....
Se va la tarde y me deja la queja
que mañana será vieja
de una balada en otoño.
El otoño parecía interminable, los días pasaban lentamente y el ánimo no se recuperaba hasta que, un buen día a mediados de diciembre, comenzaban los movimientos en los escaparates de Benito Peón y Erundina: los juguetes de Reyes copaban ya todas las estanterías y la chavalería rondaba y rondaba ambas tiendas hasta dejar las lunas de los escaparates bien marcadas.
Mi alma, entonces, se relajaba: era el preludio de unas vacaciones con villancicos, turrón, regalos y, sobre todo, sin colegio. Sin embargo, antes de todo ello, quedaba una dura prueba que hacía "nudo en la garganta" : entregar las notas en casa.
Llueve,
detrás de los cristales, llueve y llueve
sobre los chopos medio deshojados,
sobre los pardos tejados,
sobre los campos,
llueve.
Pintaron de gris el cielo
y el suelo se fue abrigando con hojas,
se fue vistiendo de otoño.
La tarde que se adormece parece un niño que el viento mece
con su balada en otoño.
Agostado ya el verano y con la vendimia recién terminada, la villa en la década de los 60 entraba ya en un letargo casi invernal. Lejos quedaban los jolgoriosos días del verano: las fiestas de San Fíz, Vilela, Viaríz y Villafranca; las interminables vueltas en bicicleta y juegos en la Plazoleta de Don Pío; las excursiones, con merienda incluida, hasta “Peñarrachada” o “La burra de Pelao”; las “propinas-saqueos” a familiares y amigos de casa... En definitiva: la vida volvía a la rutina.
El espantoso colegio campaba de nuevo a sus anchas. Volvían los madrugones a las nueve. Refunfuñando un día sí y al siguiente también, mi madre me “sacaba” de la cama como buenamente podía. Ante una humeante taza de leche migada con pan, soñaba con las cinco de la tarde: la hora de salir de clase.
Con la cartera recién estrenada, bajaba las escaleras de casa gritando enfurecido un contundente “No voy al colegio”... mientras encaminaba mis pasos, cual res al matadero, hacia la “Divina Pastora”... Allí, con el paréntesis de la comida, transcurría una jornada que yo calibraba como de mucho rezo y escaso aprovechamiento.
No he sido, ya lo he contado alguna vez, un modelo de buen estudiante... vamos, más bien habría que decir, lisa y llanamente,... un mal alumno. Los castigos dejaron de hacer mella en mi ánimo más pronto que tarde... (junto a mi amigo y colega “Pepén” fuimos, por ejemplo, castigados sistemáticamente todos los días durante un curso entero).
Por eso, concentraba todas mis energías en aquello que me gustaba.
Y ¿qué me gustaba del otoño?.
Pues era feliz cuando mi madre traía los domingos, de la pescadería de Balixa, un cucurucho de papel de estraza lleno de berberechos que hacíamos en la chapa de la cocina económica; los cocidos de los domingos; los tazones de “leite mazada con mamucas”; los racimos de uvas que mi madre intentaba conservar hasta navidades (a veces con escaso éxito debido al “depredador”); los caramelos de “malvavisco” comprados en las confiterías de Ledo o Beberide y los cucuruchos de patatas fritas de Pepe “Pájaro”, los chicles “Bazooka” de Inés y... sobre todo, tres frutas: los aceroles, las granadas y los membrillos.
Los juegos en la calle se reducían de forma drástica: sólo antes de comer o en el recreo (cuando no quedaba castigado) había la posibilidad de "tirar la peonza”, un mano a mano al “cometerrenos” o “las islas”(dos puntas largas en la Ferretería de Serafín, dos reales), alguna que otra partida al “guá” y, entre las siete y las ocho de la tarde, juntarme con los amigos en los soportales de la plaza, para jugar al “burro” o “la una anda la mula...” Todo ello, presidido por la lluvia, sempiterna compañera de aquellos otoños de mi infancia...
Llueve,
detrás de los cristales, llueve y llueve
sobre los chopos medio deshojados,
sobre los pardos tejados sobre los campos,
llueve....
Se va la tarde y me deja la queja
que mañana será vieja
de una balada en otoño.
El otoño parecía interminable, los días pasaban lentamente y el ánimo no se recuperaba hasta que, un buen día a mediados de diciembre, comenzaban los movimientos en los escaparates de Benito Peón y Erundina: los juguetes de Reyes copaban ya todas las estanterías y la chavalería rondaba y rondaba ambas tiendas hasta dejar las lunas de los escaparates bien marcadas.
Mi alma, entonces, se relajaba: era el preludio de unas vacaciones con villancicos, turrón, regalos y, sobre todo, sin colegio. Sin embargo, antes de todo ello, quedaba una dura prueba que hacía "nudo en la garganta" : entregar las notas en casa.
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