miércoles, agosto 27, 2008


A LA SOMBRA DEL “MALLO GRAN”.



26 de Agosto. Valle de Pineta. Pirineo de Huesca. Es media tarde. Una tormenta de fina lluvia está poniendo punto y final a una nueva y casi penúltima jornada de vacaciones. Una modesta y suave tormenta si la comparamos con las habituales en esta zona de alta montaña, en las que una interminable sucesión de rayos te iluminan por la noche la habitación con continuados resplandores que parecen producidos por flashes gigantescos acompañados de truenos que estremecen el alma y encogen el ánimo.

Aquí, amigos, habitualmente cuando llueve…”jarrea” (en un segundo estás calado hasta los huesos) y cuando graniza… pues “pedrega” (trozos de hielo del tamaño de pelotas de ping-pong). Como diría mi abuela, “Todo es a lo Grande”, todo es bestial, digno de una tierra hermosa, de montañas enormes a las que todavía no se le han ido del todo las nieves de la pasada primavera, con gente hospitalaria, franca, noble y cariñosa.

A la sombra del “Mallo Gran”, una enorme mole calcárea perteneciente al macizo del Monte Perdido -que para verlo completo te obliga a levantar la vista hasta que el cuello no da más de sí- mis sentimientos y pensamientos, esta tarde, me llevan, sin embargo, muy lejos: a esas tardes en la Villa en las que el sol se resiste a abandonar el valle del Burbia y el ánimo se levanta paseando por sus calles y disfrutando de la conversación con sus gentes. A estas alturas del mes de agosto, comienza ya el éxodo vacacional y el pulso cotidiano de la Villa comienza a recobrar la habitual normalidad, que sólo se romperá con la Fiesta del Cristo.

Desde ésta mi tierra de adopción, la tarde me ha traído la “morriña” como compañera… una morriña de ausencia de las lejanas tierras del Bierzo, con sus tostados colores de finales de verano.

Quizás para combatir estos accesos de nostalgia, poco a poco la sombra del “Mallo Gran” se ha ido poblando de pequeños detalles (más bien habría que llamarlos “bercianadas”) que me sirven para mantener conexión visual y permanente con mi tierra. De entrada, la casa se llama “El Malvís” (no podía llamarse de otra forma, aunque esté situada casi 500 metros por encima de nuestro “monte-tótem”) y está vestida y revestida con fotografías y objetos de tradición berciana. El último, un magnífico “foucín” comprado en la Feria de San Antonio. En el exterior, siguen adaptándose a su nueva vida los tejos y el grosellero (gracias, amigo Alfredo) traídos desde casi mil kilómetros, los lilos, el serbal y las siemprevivas… y la última alegría ha venido, hace unos días, de los dos castaños bercianos que, tras las hermosas flores de julio, nos han regalado, por primera vez, un par de incipientes erizos. Como dice Ana, mi chica, quizás este otoño podamos inaugurar el “tambor” con castañas berciano-belsetanas. No estaría nada mal. Tanto para el paladar como para los sentimientos.

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