lunes, febrero 04, 2008

Mascarita,... ¿me conoces?.

Era el santo y seña del Martes de Carnaval. Ni las amenazas de condena “al fuego eterno” por parte de las monjas que nos daban clases, ni las reprimendas de don Vitoriano, desde el púlpito de la Colegiata, sobre las consecuencias de una “vida licenciosa y de desenfreno” pudieron nunca con el Carnaval de la Villa. La siempre religiosa y devota Villafranca de los años 60 miraba ese día para otro lado y hacía oídos sordos a las recomendaciones espirituales. Quien más, quien menos, llevaba haciendo planes desde hacía semanas, si no meses, de qué hacer, cómo disfrazarse, uno de los días grandes del año: el Martes de Carnaval.

-Señor Manuel, ¿de qué se va a disfrazar este año?

-Antes de contestarte, “véteme” a por un cuartillo de “viño” a “tenda” de Gutierrez, pero que non se entere Lupe, ¿eh?.

Si quería saber... había que pagar un peaje. La respuesta era del señor Manuel Tenoira, más conocido como “Tenorio”, nuestro entrañable zapatero-remendón de la Plazoleta de don Pío, que vivía esta fiesta como la principal del año en la Villa. Y es que Villafranca tenía un renombrado Carnaval al que acudían no sólo los villafranquinos sino gentes procedentes de toda la comarca. Además, contaba con un aliciente de excepción en aquellos años de “palo y tente tieso”: ¡Era una de las pocas poblaciones de la provincia, por no decir del país, dónde las “autoridades” permitían ir completamente disfrazadas y sin identificar a las “mascaritas”¡.

Yo ya no llegué a vivir aquellos bailes de disfraces en el “Teatro Villafranquino”, que oía contar a los mayores, cuando, despejado el patio de butacas, se hacía subir el suelo hasta la altura del escenario, mediante un curioso artilugio mecánico, para convertir el local en una enorme pista de baile donde el Carnaval esparcía todo su esplendor.

Sin embargo, sí tuve la oportunidad de disfrutar del enorme trasiego de máscaras y disfraces por la calle, de las charangas, de los “bailes infantiles de disfraces” en El Mercantil y, en alguna ocasión señalada, del siempre “exclusivo” (por no decir, excluyente) baile de disfraces de “El Casino”. Cada uno tenía su cartel anunciador y un horario que, para los mayores, se extendía hasta altas horas de la madrugada del miércoles de Ceniza.

Era el encanto de vivir otra existencia. La máscara y el disfraz hacían traspasar la vida para romper la monotonía del resto del año y darnos una nueva identidad, aunque fuese durante un escaso número de horas.

-Bueno señor Manuel, después de traerle el cuartillo de vino, me va a decir ahora ¿de qué se va a disfrazar este año?

-De rico, “fillín”, de rico...

Aquél año puse toda mi atención y empeño a ver si “localizaba” entre los numerosos disfraces al “Rico Tenorio”. Fui incapaz de identificarlo... ¡como siempre¡. Después de idas y venidas por la calle siguiendo a los disfrazados para intentar desenmascarar su verdadera identidad, en mi mente sólo quedaba grabada, año tras año, la frase de rigor que todo mundo dirigía a todo el mundo el Martes de Carnaval:

- Mascaría,... ¿me conoces?

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