jueves, enero 24, 2008

TARZÁN Y “LA SELVA”.

Cada película que veíamos de él nos trasportaba a otros tiempos... a otros lugares presididos por el riesgo y la aventura. Se llamaba Johnny Weissmüller y durante años fue nuestro héroe: era libre para hacer lo que quisiera; ayudado por las lianas, el único capaz de “volar” por la selva; tenía como compañía una novia guapa y una mona traviesa que no paraba de hacernos reír; el resto de los animales le obedecían ciegamente a cada grito que daba y, además, ganaba siempre a “los malos”. No se podía pedir más...

Cada vez que se programaba una película de Tarzán, el cine se llenaba. Era un reclamo lo suficientemente atractivo para que pequeños y mayores “pasáramos por taquilla” para ver las andanzas de nuestro héroe... unas aventuras que, lógicamente y una vez terminada la película, intentábamos reproducir en la vida real. El Campo de La Gallina era un lugar perfecto para rememorar las batallas (con espadas, arcos y flechas) de las películas ambientadas en la Edad Media. Los alrededores de La Colegiata para las “del Oeste”. El pozo de Las Bolas y La burra de Don Vitoriano eran buenos escenarios para “las de Vikingos”... pero “las de Tarzán” tenían el mejor escenario de los imaginados: “La Selva”.

El río Burbia, como todo río vivo, ha ido mutando su cauce con los años. En la década de los 60, un poco más arriba del lugar donde está ubicada actualmente la “playa fluvial”, nuestro río se dividía en dos: el cauce propiamente dicho y un pequeño brazo de agua que discurría entre el pedregal y las frondosas y cuidadas huertas, hoy buena parte de ellas desaparecidas. Ese pequeño brazo de agua estaba rodeado de chopos y tupida vegetación que servía perfectamente a nuestros intereses... sobre todo, a nuestra imaginación... era “La Selva”.

Con el buen tiempo; por las tardes, nuestros pasos se encaminaban hacia el Campo Bajo y, tras pasar los hoy también desaparecidos Lavaderos, nuestra primera parada era en la Fuente de Cubero para refrescar el gaznate. De Cubero salía una pequeña senda que iba bordeando las huertas, por la parte del río, hasta que llegábamos a nuestro destino. Allí se sucedían tardes interminables de juegos, pesca (con caña de bambú, si Olarte había estado ese año “de buenas” para dejarnos pasar a coger alguna del hermoso varal que poseía en la fábrica de gaseosas), algún robo de tomates en las huertas vecinas (que aderezábamos con la sal traída de casa) y, ¡cómo no¡, volver una y otra vez sobre las hazañas de Weissmüller. ...

Un verano decidimos que, cual Tarzanes, nosotros también necesitábamos una cabaña... Nos pusimos manos a la obra y, a comienzos del Cristo, culminaron nuestros trabajos. Ante nosotros teníamos una hermosa cabaña, estilo indio, hecha a base de troncos y ramas recogidas de aquí y allá... para celebrar la culminación de nuestra obra, ¡qué mejor que abandonar “la curripiola” y fumar como los mayores¡. ....Con las propinas de unos y otros nos agenciamos un paquete de “Bisonte” y otro de “Peninsulares” y nos hicimos una promesa: ¡no salir de la cabaña hasta que no terminásemos los dos paquetes¡. El resultado fue nefasto: mediados los paquetes y envueltos en una espesa humareda, tuvimos que salir “a gatas”, mareados y quien más, quien menos, echó “la pota” en el pedregal.....

Hoy, cuando paso por lo que fue nuestra “Selva”, el alma conduce al recuerdo a muchos años atrás y rememora aquél verano de cabaña, tomates, juegos y borrachera de humo.
Y, también, a una frase inolvidable de mi amigo Vicente tras la intoxicación a base de “Bisonte” y “Peninsulares”:...

Bahhh, el tabaco es una mierda... es mejor “la curripiola”, aunque te deje “morros de cona”.

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