domingo, enero 07, 2007

VERANOS DE LA VILLA.

Era, sin duda, la mejor época del año. Libre ya de la tiranía del colegio (hubo un año escolar que las monjas nos tuvieron castigados a mi amigo Pepén y a mí todo, repito,.. todo el año... hasta las ocho de la tarde) comenzaban unos meses en los que los juegos, la calle y el río se convertían en nuestros mejores compañeros. Después del desayuno y de hacerle los recados por las tiendas a mi madre, el día era ya mío. Mi primera parada era la sastrería de mi padre por ver si “caía” algo... El objetivo: la búsqueda incesante de la peseta,... la “rubia” que, convenientemente administrada, daba para comprarme un cucurucho de aceitunas en la tienda de Gutiérrez y un helado de fresa en el carrito blanco ribeteado de azul que Pepe “Pájaro” situaba entre dos negrillos enfrente de la iglesia de San Nicolás. Tras disfrutar ambos manjares, llegaba la hora de echar unas interminables partidas al “güá”. Las bolas que más me gustaban eran las de cristal y, sobre todo, unas pequeñas de piedra de color azul que vendían en el estanco de Benito Peón. Después de que toda la familia pasase a buscarme por la plazoleta de Don Pío (“Ahora voy”... “No tardo nada”... “En cinco minutos estoy en casa”...) a las dos y media –con la sintonía del “parte” en la radio-, comenzábamos en casa a comer y, después, la inevitable siesta que, por aquellos años, tanto aborrecía y ahora tanto echo de menos. La inmensa mayoría de las veces no dormía... sólo esperaba la hora mágica: las cinco de la tarde... la hora de ir al río después de “hacer dos horas de digestión porque si te metes antes se te puede cortar y te mueres”, me decían. Pertrechado de toalla, bañador y merienda, había dos posibilidades: o ir al pozo más próximo –“Las Bolas”- o hacer un poco de excursión y acercarse hasta la “Burra de Pelao” (la opción del “Pozo de las Monjas-El Sol” o “Peña Rachada” estaba, por aquél entonces fuera de mi alcance). A mí, particularmente, la “Burra de Pelao” me venía como anillo al dedo. Estaba cerca, no cubría excesivamente (nunca he sido buen nadador) y además estaba próxima “La Selva”, un lugar, entre el pedregal y las huertas, lleno de árboles y maleza donde, durante varios años, construimos una cabaña-refugio que, dada su endeblez, había que reconstruir casi todos los días. Allí pasábamos media tarde sin que faltara alguna “incursión” a los huertos cercanos para “expropiar” algún que otro sabroso tomate para acompañar el bocadillo A las ocho y media aparecía de nuevo en casa,.... rápido como un rayo echaba a correr escaleras abajo hacia la calle para evitar un inoportuno recado. Hasta las 10, vueltas y más vueltas, juegos y más juegos... (el aro, patinete cuando lo había, las primeras partidas a la billarda, incursiones a la casa de Olarte en la plazoleta donde secaba el tabaco, partidos de fútbol, de chapas... todo valía). Tras la cena,... vuelta a la calle... y nuevo juego; éste, casi siempre el mismo: el bote,... el juego por excelencia en las noches de verano Rendido, a las doce en punto, me presentaba en casa (no había posibilidad de escaqueo porque de lo contrario, al día siguiente, no había salida nocturna). Como un autómata, ponía rumbo a la cama. Ya en ella, hacía mis cálculos: --- ¡¡¡¡ Jó... que suerte... todavía me quedan 65 días de vacaciones ¡¡¡ Con ese placentero pensamiento, el sueño no tardaba en llegar...

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