miércoles, enero 10, 2007

LA PLAZOLETA DE DON PÍO (segunda parte )

“ZAPATEROS”
En la década de los años 60, la plazoleta de don Pío era el lugar de la villa con mayor concentración de zapateros. Dos de los tres establecimientos ubicados en la plazuela (más bien habría que decir “tiendas” porque así se les conocía por aquél entonces) estaban dedicados, sobre todo a la venta de calzado... el tercero, que yo recuerdo con más cariño, era exclusivamente para arreglos variados y estaba regentado por uno de los entrañables personajes que poblaron mi infancia: el señor Manuel Tenoira, más conocido por su alias: “Tenorio”. Pero, vayamos por partes. Justo al lado de la tienda de ultramarinos de Manuel Gutierrez se encontraba la zapataría de don Severiano y la señora María. Don Severiano tenía un establecimiento poblado de estanterías pintadas de azul cobalto hasta el techo con toda clase de “género”. La amistad de mis padres con este matrimonio (cuyo único hijo, Raúl, sigue ejerciendo su profesión de médico-dentista por tierras madrileñas) me llevó a conocer su casa de la que salía siempre con algún regalo de la señora María: unas peras o ciruelas y, a veces, hasta un puñado de caramelos en el bolsillo a los que mi benefactora creo que era tan aficionada como yo. Puerta con puerta a la zapatería de don Severiano se encontraba “El Curtijo”, la zapatería del salmantino Primitivo Ibáñez, un corpulento hombretón (“debe medir dos metros, por lo menos”, pensaba yo) que vivía en una casa del “Otro lado” enfrente de la ferretería-chatarrería de Pilar. Vestido con una bata de mahón azul, el señor Primitivo era un hombre adusto, serio, amable en el trato pero escaso en sonrisas. Entre su instrumental figuraba una máquina “Singer” que me fascinaba por su capacidad para coser el cuero (más de una aguja “machaqué” yo en la sastrería de mis padres intentando imitarlo) Pero yo donde realmente me encontraba como en mi casa era en la tienda del señor Manuel Tenoira. Era el zapatero “remendón” por excelencia y principal proveedor de badana y gomas para mis tirachinas y de cuerda encerada para mis arcos. Su local no contaba con más de 15 metros cuadrados. Todo revuelto. Paredes blanco-amarillentas con calendarios de paisajes (por aquél entonces los calendarios con “macizas” no existían). Todavía lo recuerdo sentado delante de una mesa en su silla baja. Yo estaba orgulloso porque, con el tiempo y las visitas, me convertí en su recadero... -“Nino, vete a Gutierrez a por un “cuartillo” de vino. Y ahí me teníais a mi con una botella de gaseosa pequeña de Olarte en “comisión de servicios” con dos reales hacia la tienda del señor Manuel. Siempre llevaba un papel de periódico para envolver el recipiente porque la orden de Tenorio era tajante: “Si vienes y está Lupe (su mujer) te das la vuelta... ¡ y que no te vea la botella ¡ ¿eh?”. A cambio de estos “servicios”, yo tenía una serie de privilegios. Poco amigo de los chavales (a los que despachaba con un bufido si se metían en la tienda) a mí, por el contrario, me dejaba sentarme en un cajón de madera que ponía a la entrada desde el que se podía divisar toda la plazoleta, me contaba anécdotas y hasta una vez, en vísperas de martes de carnaval, me contó uno de sus grandes secretos: de qué se iba a disfrazar ese año. Porque para el señor Manuel Tenoira, “Tenorio”, el carnaval era “a festa mais importante do ano, fillín”.

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