La plazoleta de Don Pío, donde yo pasé los años de infancia y juventud, era bien diferente a la de ahora... Todavía de tierra, para poder jugar al “cometerrenos”, al “güá” y a todo lo que se terciase, la “plazuela” ha sido siempre un lugar muy especial. Sólo bajar las escaleras de la casa donde nací y antes de salir a la calle Jesús Adrán ya se encontraba mi primer punto de interés: la tienda de Campelo, donde se arreglaban “arradios” y “tilivisiois”. Un “maremagnun” de voltímetros, cables y otros artilugios técnicos que a mí me fascinaban (hasta el punto que cuando vi arder el “sputnik” en las fiestas de Santo Tirso mi vocación sufrió una de sus múltiples mutaciones: dejé mi entusiasmo por la astronáutica por la de “arreglador de nuevas tecnologías”, una afición que tuve que dejar de lado tras “destriparle” a mi madre un reloj). Después de saludar a Campelo, mi segunda visita era a la casa de al lado: “Hospedaje Manuel Gutierrez”, una tienda de ultramarinos a la que yo entraba como una flecha para comprar un cucurucho de aceitunas que el señor Manuel –siempre con bata azul- envolvía en papel de estraza. El señor Manuel regentaba, junto con su mujer, la señora Balbina, una casa de comidas en la primera planta y pensión de huéspedes en la segunda. Allí reinaban, además, sus dos hijos, Manuel y Gloria, más mayores que yo, a los que siempre les he profesado gran afecto. Gloria, querida como una "hermana mayor", atenta y protectora, fue mi “angel de la guarda” el día de la primera comunión y Manolo, muy buena gente, lo admiraba por sus constantes devaneos con la gimnasia (llegó a instalarse unas anillas en su desván a las que yo intentaba manipular, siempre en vano). Era una casa a la que siempre estaba invitado el día de la matanza. “Ven a cogerle el rabo” me decía la Señora Balbina, aunque yo, al primer grito del “gocho”, me subía como un cohete a la cocina del primer piso para no oír los chillidos del pobre animal ( o, ¿no sería por el olor de unos magníficos callos arrimados al picante que la señora Balbina preparaba para el acontecimiento?) Desde la tienda de Gutierrez (vendía, por cierto, un magnífico queso gallego y otro de “pata de mulo”, chocolate ponferradino "La Concepción" y unos turrones duros en Navidad ideales para mi glotonería) , la tercera visita obligada era la peluquería del Señor Ramón“, que hacía esquina con la plazuela. Una luminosa barbería con dos magníficos sillones, varias sillas, lociones y colonias perfectamente alineados en valdas y un armario al fondo pintado de blanco. La peluquería tenía, además, un pequeño escaparate hacia la plazuela donde se podían leer revistas y periódicos. Recuerdo del señor Ramón un amable trato, con un punto de “cabreo” cuando no paraba de moverme cuando me cortaba el pelo, y su destreza en el manejo de las navajas de afeitar que él repasaba en una badana de cuero. (“Cuando me haga mayor –pensaba- me voy a venir a afeitar todos los días y que me ponga del frasco de “Floid” como a los mayores, que huele muy bien"). ---------------------------- Seguiremos otro día para hablaros del “Curtijo”, del siempre entrañable zapatero “remendón” Tenorio, la sastrería de Pepe, la ferretería de Manolo, la tienda de piensos y abonos de Isidro, la panadería de Julio y otros vecinos con los que compartí mis primeros años,.....
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario