viernes, junio 06, 2008

Un tren para el recuerdo-

Aquella noche me fue imposible conciliar el sueño. Era un auténtico manojo de nervios. Ya de madrugada, oía pasar las horas en el reloj de San Francisco sin que la excitación me abandonase ni un instante. En la cama, daba vueltas y vueltas sin que el sueño me acogiese en su manto. Fue una de las primeras veces en mi vida que vi como las primeras luces del amanecer inundaban lentamente mi habitación anunciando el nuevo día.
El motivo de tanto nerviosismo había comenzado la tarde anterior cuando, recién llegado del colegio, mi madre me espetó a bocajarro:

-Mañana iremos a Toral porque tu hermano viene de excursión desde León con el colegio para visitar la fábrica de Cosmos y vamos a ir a verlo en el tren de la mañana.

Aquella noticia me dejó conmocionado y con un regusto “a gloria bendita”. Varios eran los motivos: estar con mi hermano que no lo veía desde Semana Santa; saltarme el “sacrificio” diario de ir a clase y, sobre todo y ante todo, cumplir algo que anhelaba constantemente: hacer mi primer viaje en tren.

UN TREN PARA EL RECUERDO.

Siempre me han fascinado los trenes. Desde muy pequeño, la carta a los Reyes Magos incluía una reiterada petición: “un tren”. Cuando, después de varios años lo logré, el tren de cuerda y hojalata (una máquina de color amarillo, dos vagones de color azul y unos raíles en círculo) fue el juguete inseparable e insuperable de mi infancia, fallecido creo que prematuramente por el uso (¿o abuso?) de su mecanismo.
Bajar a la Estación era toda una excursión. Calle del Agua adelante y tras la Rúa Nueva, el convento de la Anunciada, la fábrica de Ledo y el Matadero se llegaba al, en aquél momento, inexistente cruce maldito del futuro Venecia ya que la “carretera nacional” todavía seguía pasando por la Plaza.

En un paseo entre huertos, frutales y acacias se llegaba a la “Estación de Ferrocarril de Villafranca del Bierzo”.
Rodeaba el recinto de la Estación una verja de tablas de madera (pintadas de color verde, si mal no recuerdo) con una abertura al edificio principal: una hermosa casa de dos plantas rematada con un desván del que sobresalía una artística tronera de madera perfilada en forma de ondas. En el “hall”, la sala de espera –utilizada sólo con el mal tiempo- y el centro de mando ferroviario, con la consabida ventanilla para la expedición de billetes.
Saliendo hacia las vías, colgado en la fachada, un magnífico y fascinante reloj que regía el tiempo ferroviario de la Villa. Si la memoria no me falla, el edificio principal estaba flanqueado, en la parte orientada a las vías, por dos anexos mucho más pequeños: los urinarios a la izquierda (con puertas opuestas para “señoras” y “caballeros”) y una especie de almacén, a la derecha, donde se guardaban pertrechos ferroviarios. Allí, en la zona del andén principal, era donde aparcaba la múltiple paquetería recibida por tren que, posteriormente con su carro tirado por caballería, repartiría por el pueblo el padre de nuestro entrañable vecino Jose “Calando” y, más tarde, ya en carro metálico de tres ruedas de goma, el también querido y cascarrabias portero de “general” Manolo “Zabulón”.
Además de estas edificaciones, al final de la vía se encontraba otra construcción, abovedada y hueca en su interior que, dadas sus dimensiones, la chiquillería siempre pensamos que estaba destinada a taller de reparaciones.

Hasta su eliminación como ramal de viajeros, siempre usé cuanto pude este trayecto. Pese a los escasos 9 kilómetros, el recorrido era largo y fascinante: las huertas, árboles y praos de Vilela, las viñas y la antigua cementera de Parandones (donde, en el viaje de vuelta, la cuesta hacía resoplar a la máquina hasta casi dejarla a velocidad de paso de tortuga…).. y así, distraído y disfrutando de viaje y paisaje… en un santiamén hacía su aparición la fábrica de Cosmos, próxima ya al destino de la siempre ajetreada estación de Toral.

Al igual que la vida de la Villa estaba marcada por el pitido de la fábrica de Ledo (a las nueve y a la una, por la mañana… a las tres y a las siete, por la tarde), las diez de la mañana y las cinco de la tarde eran, en mi interior, las “horas ferroviarias”. La unión entre Toral y Villafranca se encadenaba a esas horas trayendo y llevando mercancías y viajeros. En uno de esos viajes hizo su aparición mi padrino que, procedente de Galicia, vino a hacernos una visita a la familia. En su despedida, lo acompañé hasta la Estación y allí, en el andén, a punto de marcharse me dio un regalo inimaginable: un billete de 20 duros. Si queridos amigos,… 20 duros del ala para un crío de 7 años era, en aquél entonces, una fortuna… una fortuna inmensa. Por eso, cada vez que llegaban las 10 o las 5 de la tarde mi imaginación se trasladaba a la Estación, esperando a algún viajero conocido con propina en el bolsillo.

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