domingo, abril 12, 2009


“El invierno no es pasado, mientras Abril no ha terminado”.
Sin llamar. Casi de forma sorpresiva, la primavera se colaba por las rendijas de nuestras vidas. Sólo los mimosos en flor y la vuelta de las primeras golondrinas indicaban que el invierno se batía en retirada para dejar paso a un tiempo nuevo… Como compañía a este nuevo ciclo vital, allá por mediados de marzo, no tardaría en llegar el esplendor de los almendros, cerezos y manzanos en flor.

PRIMAVERA

La tristeza del largo invierno daba, por fin, sus últimos coletazos. Como todos los años, la estación fría se había hecho interminable: los días cargados de clases daban paso a unas noches carentes de atractivo alguno, si exceptuamos las escasas y, la mayor parte de las veces, ilegales escapadas a los soportales de La Plaza para echarse alguna partida de chapas, jugar al “burro”, “a la una anda la mula” o al “pañuelo”.

Días cortos y noches largas que, de repente, casi sin avisar, comenzaban a invertir su ecuación natural. En ese sentido, la Fiesta de “Santo Tirso” siempre marcó un antes y un después en los inviernos de la Villa. A partir de Santo Tirso, el día iba ganándole poco a poco la partida a la noche, la cual, en un repliegue estratégico, esperaba que, pasados unos meses, volviese a llegar su turno y, con el otoño ya en pleno apogeo, pudiese volver a enseñorearse del discurrir de nuestras vidas.
La primera manifestación de que un tiempo diferente estaba al caer era la puesta de largo de los “mimosos”; un árbol bello que siempre me ha fascinado por su gallardo porte, olor, color y capacidad para resistir los crudos inviernos mientras prepara su mejor traje de gala con el fin de alegrarnos la vista y el espíritu.

El segundo síntoma de que la primavera estaba llamando a la puerta procedía de lejanas tierras africanas. Antes de estos tiempos en los que el clima nos desconcierta un año sí y al siguiente también, los largos inviernos hacían desaparecer, casi por ensalmo, el canto de los pájaros. En los meses más crudos, sólo algunos, los más atrevidos y adaptados (como pardales y cochorros) soportaban los rigores de la estación fría. Las cigüeñas hacían siempre honor al refrán y, en los albores de febrero, fieles a la cita por San Blas, realizaban ya sus primeros y tranquilos vuelos por la Villa en busca de comida y palos para recomponer los nidos maltratados por el abandono durante meses y la crudeza invernal.

Los villafranquinos hemos estado siempre muy apegados a esta ave zancuda, símbolo del “buen agüero”. Como prueba de ello baste un botón: en las primeras elecciones al parlamento europeo que se celebraron en España, recuerdo que la jornada electoral pasó a un segundo plano en la Villa. Todos los comentarios, ese día, giraron en torno a la buena nueva de una pareja de cigüeñas que, después de muchos años, habían decidido volver a habitar en el campanario de la iglesia de San Nicolás. La expectación fue máxima y me atrevo a asegurar que, a última hora de la mañana, había más gente apostada delante de la fuente de “Las Vacas” que cumpliendo en las urnas.

A esta presencia aérea de la majestuosa cigüeña en febrero no tardaba en unirse otra ave migratoria, pequeña y escurridiza, hábil voladora de alas estrechas y cola horquillada. En vuelos de más de 10.000 kilómetros desde los templados inviernos africanos, las golondrinas volvían a su hogar berciano para continuar el ciclo vital. En el alero de la hoy desaparecida enorme casona de la plaza de Santa Catalina, se aposentaba un buen número de estas siempre ágiles y alborotadoras compañeras del buen tiempo.

Pero la incipiente primavera nos traía otras novedades que mutarían, en semanas, los colores invernales. Las huertas delante del pozo de “Las Bolas”, “El Sucubo”, “Las Vegas” o “La Estación” comenzaban a despertar a la vida tras unos inviernos cargados de lluvias, nieves y heladas.

Todos los años era lo mismo pero, a la vez diferente... Un tiempo único que arrancaba con renovadas fuerzas en una combinación sinfín de naturaleza y vida que me ha hecho recordar una frase de la entrañable película “Amelie”, del director francés Jean Pierre Jeunet:

""La vida no es más que un interminable ensayo de una obra que jamás se estrenará"".

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